El hombre de esta foto fue uno de los sobrevivientes de
la matanza de 69 campesinos en Lucanamarca. Se llamaba Edmundo Camana. Y
tenía 34 años cuando su rostro fue registrado por una cámara en un
hospital de Huamanga. Un machete le abrió el cráneo y lo dejó herido
para siempre. Ocurrió el 3 de abril de 1983. Esta semana se cumplieron
treinta años de una de las mayores atrocidades perpetradas por Sendero
Luminoso. El destino de este hombre resume el de los miles de peruanos
que murieron en un tiempo de barbarie.
Pablo Vilcachagua Cancino (*)
Veinticinco años después Edmundo volvería a mirar el lente de la
cámara del fotógrafo. En todo el tiempo transcurrido no se había
enterado de que su antiguo rostro gris ilustraba tapas de libros,
revistas y postales, además de haberse paseado por las galerías del
mundo. Tampoco que las líneas de su rostro habían encontrado el lugar
perfecto para reposar durante lo que dura un clic y convertirse en un
retrato del dolor. Ni que el trapo sobre su frente se había convertido
en protagonista de una historia paralela que jugaba en su contra. Menos
aún, que sus jóvenes ojos perdidos resumían los veinte años de
sufrimiento de un país, su país.
Y no tenía por qué saberlo. La foto no se la tomaron a él sino a Celestino Ccente.
Edmundo se volvería a encontrar con la persona que, hace veinticinco
años y en un quechua bien hablado, le había pedido tomarle unas fotos.
Óscar Medrano,
el fotógrafo de Caretas, se encontraba en Lucanamarca. Foto en mano,
había preguntado a los pobladores si alguien había escuchado hablar de
un tal Celestino Ccente. –No, señor, el de la foto es Edmundo Camana y
es de Huancasancos. Medrano fue camino a ese pueblo, a cuarenta minutos
de Lucanamarca.
“Ahhh, sí, tú viniste cuando los terrucos me hicieron mierda”.
Edmundo recordaba con exactitud. En su mente había una escena de 1983;
un puñado de imágenes en las que un hombre, cámara en mano, irrumpe en
la sala de enfermos del hospital de Huamanga, enfoca su lente y dispara.
–¿Para qué tanta foto?, pensó entonces el ayacuchano ensangrentado,
mientras su rostro recibía el relumbrón del flash.
***
La primera vez que
Óscar Medrano vio a
Edmundo Camana fue
en abril de 1983. Llevaba unos meses cubriendo lo que el terrorismo
deshacía en Ayacucho. No escogía el día para viajar, tampoco su editor,
nadie. Bastaba con estar allí.
Sendero Luminoso se encargaría de los titulares del día siguiente.
–¿Oye, ya sabes lo de la matanza?…; primera vez que ocurre algo así. Los heridos están en el hospital de Huamanga.
Mientras Medrano escuchaba la voz de su contacto, subía al carro que
lo llevaría al hospital. Tuvo suerte, fue el único fotógrafo que logró
retratar a los sobrevivientes. Durante los años ochenta Sendero tenía a
Ayacucho sometido a su cotidiano terror. Pero asesinar a sesenta y nueve
ayacuchanos tenía un nombre: masacre.
“Nos excedimos”, reconoció Abimael Guzmán en la “Entrevista del siglo”, publicada años después en el vocero senderista El Diario. Y sí, el 3 de abril de 1983,
Lucanamarca fue el infierno.
A las seis de la mañana sesenta senderistas partieron de Yanacollpa y
pasaron por Atacacra, Llaqwa, Muylacruz rumbo a Lucanamarca. Debían
matar con rifles y machetes a todo aquel que asomara en su camino. La
crueldad aumentó cuando llegaron a la plaza del pueblo. Uno a uno los
machetes senderistas fueron quebrando los cráneos de campesinos
indefensos.
Dos semanas antes los lucanamarquinos habían dejado en claro que no
iban a dar tregua a los senderistas y mataron a uno de sus cabecillas en
la plaza central. La muerte de
Olegario Curitomay habría encendido la ira de los senderistas.
El infortunio de Edmundo sucedería horas antes de la masacre en la
plaza central. Él regresaba a Huancasancos, luego de ver a sus animales
en las alturas. Entonces se topa con sus victimarios y su pesadilla
comienza. Lo acusan de gamonal y a golpes lo bajan del caballo. Edmundo
patea a su agresor. Otros senderistas intervienen y lo golpean. Le
amarran las manos y lo obligan a caminar rumbo al lugar donde será la
masacre, rumbo a la muerte, rumbo a Lucanamarca.
En el trayecto, en Muylacruz, encuentran a un grupo de pobladores en
faena. Estaban abriendo una trocha. Con el temor de saber que la muerte
podía estar cerca, los lucanamarquinos construían una carretera con la
esperanza de que a los militares les sea más fácil llegar a
defenderlos.
Los senderistas han interrumpido su marcha y dan inicio a la venganza.
Las balas buscan incrustarse en algún cuerpo. Algunos escapan, diez son
capturados. Edmundo será el primero en ser ejecutado. Lo arrojan al
suelo. Allí, boca abajo, recibe un machetazo en la nuca. La sangre rodea
su cuerpo, parece que la muerte ya lo ha alcanzado. –No hay necesidad
de rematarlo, debe pensar su verdugo. Si alguien pudiera mirarlo desde
el cielo, vería su cuerpo tendido sobre una sábana de sangre. Por la
madrugada vuelve a la vida, logra ponerse en pie y empieza a buscar otro
sobreviviente. Nadie le responde; hay diez cadáveres a su alrededor.
En medio de la oscuridad, sus pies reconocen el camino a
Huancasancos. El hombre está ensangrentado, tiene una herida descomunal
en la cabeza. Aquel tajo abieto con un machete llama la atención de sus
vecinos. Ellos lo socorren y lo llevan al hospital de Huamanga. Sentado
en una camilla ve irrumpir al señor de la cámara. Lo ve tomar fotos
como quien tiene sesenta segundos para cargar con un botín. Edmundo
también es capturado por el hombre de la cámara. Éste le pregunta su
nombre y él hace nacer a Celestino Ccente. El área de rehabilitación del
hospital de Huamanga se convertiría en su hogar por cinco largos y
dolorosos meses.
***
Veo este rostro ayacuchano que sólo muestra el ojo izquierdo. El
otro está cubierto por un trapo que él ha cortado con sus manos minutos
antes. Edmundo mira fijamente, no llora, pero hay dolor en esos ojos. El
trapo, por cuestiones que sólo el destino sabe, está alineado
simétricamente y termina junto a su mejilla derecha. El triángulo
formado por la tela rasgada cubre también casi toda la parte frontal de
su cabeza mientras que una porción de pelos, hirsutos y desordenados,
escapan a la improvisada pañoleta. Pareciese que la ley de la gravedad
jala la mejilla descubierta de Edmundo. Pareciese también que el lado
derecho intenta descolgarse. Su boca se desvía a un lado y su nariz la
sigue mientras el dolor empieza a aparecer. Un polo blanco, una camisa a
cuadros y una chompa desaliñadas completan el retrato. Sin el trapo y
sin el sufrimiento dibujado en cada facción de su rostro, la foto gris
de Edmundo bien podría haber estado en su libreta electoral de tres
cuerpos.
***
Cuando se cumplieron veinticinco años de la masacre, Medrano decidió
buscar al dueño de aquel rostro. “Quería hacer algo parecido a lo que
hizo un fotógrafo de la
National Geographic con una muchacha de ojos verdes”, confiesa. Se refiere a
Sharbat Gula,
una niña afgana fotografiada por Steve McCurry en 1984. Merecedora de
un Pulitzer, la foto dio la vuelta al mundo. McCurry, luego de una
intensa búsqueda, volvería a retratarla en el 2002. La primera
fotografía muestra unos ojos verdes penetrantes, desafiantes, capaces de
intimidar al más confiado. La foto de Edmundo muestra ojos de dolor. Es
una foto gris. El fotógrafo llegó a Huancasancos en abril de 2008. No
encontró a Edmundo, pero sí a Victoria, su hermana. Ella le contó que
años después del machetazo él decidió irse a las alturas de
Huancasancos. “El camino es largo y accidentado, pero si quieren, los
llevo”. Medrano aún recuerda las palabras de Victoria.
Condorhuachana en quechua significa
“donde nacen los cóndores”.
En la cima de este gélido monte ayacuchano hay una cueva. Allí vivía
Edmundo. Sólo conseguía moverse arrastrándose sobre la tierra. El
machetazo que le quebró el cráneo y se hundió en su cerebro había
estropeado ciertas funciones motoras. Por supuesto que no vivía feliz,
pero vivía mejor de lo que viviría después.
El día del reencuentro murió
Celestino Ccente.
Medrano le contó todas las peripecias que tuvo que hacer para hallarlo;
Edmundo, todas las que tuvo que hacer para esconderse. Durante
veinticinco años fue “Celestino Ccente, oriundo de las alturas de
Iquicha", en Huanta. Esconder su nombre le costó ser invisible para el
Estado que había prometido reparar a las víctimas de la guerra interna.
De todas formas Edmundo seguía convencido de que fue una buena decisión
mantener con vida a Celestino Ccente por tantos años.
***
La foto se hizo conocida a partir de una muestra de la
Comisión de la Verdad y Reconciliación
en el 2003. Se bautizó a esta exposición como Yuyanapaq, una bella
palabra quechua que significa: para recordar. La mirada de Edmundo te
despierta y luego te estremece. Quizás por eso fue elegida la foto
símbolo de la muestra, a pesar de que a Medrano le guste más una suya
tomada en el municipio de Vilcashuamán, luego de un ataque senderista.
Entre los escombros y el polvo aparece un campesino enrollando el
retrato recuperado del entonces presidente Belaunde. Caretas nunca
publicó esta imagen. La que ilustró el reportaje de la masacre fue otra
de Edmundo, con la herida descubierta. Ese machetazo caló en la parte
posterior de la cabeza, la nuca para ser exactos, y dejó secuelas. Veía
doble por el ojo derecho. Esa es la razón que explica el pañuelo
deshilachado en escena cubriendo parte de su rostro.
El machete no mató a Edmundo, hizo algo peor: lo dejó moribundo
durante veintiséis años. A partir de aquel golpe brutal, lentamente fue
perdiendo capacidades visuales, motrices y sensoriales. Esa herida sería
la culpable de que el personaje símbolo de la CVR haya muerto dos
veces, la última y definitiva un año después del encuentro con Óscar
Medrano, el 2009. Edmundo Camana tuvo la desgracia de toparse dos veces
con sus asesinos. En la masacre del 83 no debía estar allí. No era de
Lucanamarca. Pasar por el mismo camino que seguían los senderistas fue
suficiente para ser blanco de la venganza que ellos tenían preparada
para otros. Muchos años después, Edmundo, el sobreviviente, también
habría pasado sus últimos días rodeado de personas que precipitaron su
muerte.
***
Preocupado por su pobreza extrema, Medrano decide ayudarlo –años
después se arrepentiría–. Le promete una silla de ruedas y esa idea
acompaña su viaje a Lima. El fotógrafo conocía a una congresista
ayacuchana y le pidió un favor. “Juana Huancahuari actuó de buena fe”,
recuerda ahora. “Me dijo que antes de darle la silla de ruedas era mejor
hacerle un chequeo médico general”.
Edmundo pisaría nuevamente un hospital. Esta vez no era en Huamanga,
sino en Ica. Su estadía fue breve, los médicos concluyeron que su
estado era delicado, pero el hospital no contaba con el instrumental
necesario y Edmundo es llevado a Lima, al
Instituto de Enfermedades Neurológicas, en Barrios Altos.
La voz de Medrano cambia al recordar a un político lenguaraz. Luego
de soltar adjetivos nada amigables, aunque bastante certeros, confiesa
que
Édgar Núñez, el ex legislador aprista que ganó
titulares acusando a la CVR de hacer un mal trabajo y a Medrano de
trucar sus fotos, no es de su simpatía. La acusación fue desmentida,
pero Medrano aún no olvida el daño y los disgustos que le causó.
Buscando siempre figuración mediática, Núñez reveló que deseaba hacerse cargo de Edmundo Camana. Es la fase terminal.
Medrano, entre tanto, quería ver a Camana por tercera vez, aún tenía
cosas que conversar con él. En marzo del 2009 vuelve a pisar su rastro y
llega al Instituto de Enfermedades Neurológicas. Allí se entera de que
no puede verlo. Debe estar muy mal, piensa, y decide volver otro día.
El fotógrafo nunca había oído hablar de
Raúl Jiménez,
quien decía ser sobrino de Edmundo. Luego se entera de que Jiménez se
sometía a los designios de Núñez. Inexplicablemente el sobrino firma el
pedido de alta voluntaria para que su tío abandone el Instituto de
Enfermedades Neurológicas y sea conducido al Hospital Militar. Edmundo
es confinado en ese nosocomio y le impiden recibir visitas. Sólo un
diario, “Expreso”, lograría una entrevista. El paciente ataca a la CVR y
se queja de los organismos de derechos humanos. “Le pusieron palabras,
cosas que no eran de su léxico, él no hablaba así, yo lo conocía”,
reclama Medrano, aún con impotencia.
El veinte de marzo del 2009 Edmundo ingresó vivo y estable al
Hospital Militar,
cuatro días después se certificaría su muerte. Un edema pulmonar y
cerebral habrían sido las causas. Por si faltara otra, Núñez afirmó que
Camana no pudo resistir a estar sobrio.
Edmundo nunca imaginó que sus ojos iban a resumir los cerca de veinte años de sufrimiento por terrorismo que vivió el Perú.
Su vida se convirtió en un trofeo. Luego de fallecer, organizaciones de derechos humanos exigieron explicaciones sobre su extraña y aislada muerte.
Édgar
Núñez, Raúl Jiménez y las autoridades del Hospital Militar ocultaron
información sobre este último poblador de los andes ayacuchanos.
Exigieron más aclaraciones pero nunca las encontraron. De todas formas
Edmundo ya andaba muerto desde el 3 de abril del 83, el día en que un
machetazo le abrió el cráneo y se hundió en su cerebro.
(*) Estudiante de periodismo -
UARM
http://www.larepublica.pe/05-04-2013/lucanamarca-la-larga-agonia-de-edmundo-camana